11/09/2017

Viejo, vieja, vejez...

Viejo. Vieja. Vejez. ¡Qué palabras tan bellas! y tan vituperadas. Me resisto a borrarlas de mi diccionario. Tus manos viejas, tu rostro viejo, la casa vieja. Cómo no ver la virtud que entrañan. 

Hace unos meses leía una trilogía -tal vez algo comercial pero no poco profunda- llamada Los juegos del hambre, cuya adolescente protagonista, en cierto momento, decía que los habitantes de Capitol, el centro de poder de su mundo post apocalíptico, todo el tiempo se hacían cirugías para que jamás se les notara lo viejo porque para ellos era una vergüenza. En cambio, en su lejano Distrito 12, que era el de los mineros en donde la gente moría todavía joven, la persona vieja era la más apreciada, y la comunidad les veía con admiración tratando de comprender de qué estaban hechos y cuáles eran las claves de la supervivencia. 

Cuando quiero a alguien de avanzada edad, en mi mente le considero viejo o vieja en un precioso concepto, pero no se lo digo, porque en una sociedad de humanidad atrofiada y que crece sin memoria, que ignora sus historias y que, finalmente, desprecia y desecha a sus mayores, difícilmente tomarían a bien una de las más bellas palabras, para mí, una de alta estima, tal vez la más alta. Tu rostro viejo, tus manos viejas, nuestra casa vieja.