7/28/2015

Zorras en la carretera

En abril de 1994 nació mi hija y, al poco, las elecciones de mayo. Voté por Toro, porque si él ganaba yo conseguiría un empleo, es la verdad. Pero no sería un favor, no me pagaría él, sino el resto de trabajadores y trabajadoras, pues trabajaría para el Estado. Y los otros candidatos y partidos tampoco estaban muy buenos. Rubén Blades, me gustaba, pero como para sacarlo a bailar. Mis intereses económicos no estarían con él porque yo no vivía de ideales democráticos sino de realidades. Las ciencias políticas serían un lujo al que yo accedería después, ya mejor alimentada.
 
En cuanto ganó Toro, después de una batalla intransigente de mi tía -cuyo esposo, mi tío, ingeniero del IRHE, había sido asesinado en la invasión-, me contrataron en el IRHE por $335 mensuales, pero de personal de contingencia, sin permanencia, como recepcionista en la estación gerencial de Panamá Este, más allá de San Pedro #2. 
 
Entraba a las 6:30 a.m. Le daba pecho a Ambar a las 4:00 a.m. y mi abuela le daba Nestógeno por el resto del día. El viaje desde el centro de la ciudad era algo largo. Abordaba el autobús a las 4:30 a.m. y me bajaba a las 6:05 toda despelucada. Me sacudía un poco el cabello y emprendía una caminata de menos de un kilómetro, corta pero mortal. No había aceras, pero tampoco un llano para andar, sino que tocaba caminar por la orillita de la carretera. A un lado los trailers me pasaban rozando el codo, despeinándome un poco más y, al otro lado, un barranco pedregoso me sonreía. Después bajaba por una calle curva bien asfaltada bordeada por herbazales más altos que yo, hasta que se abría un claro y divisabas el pequeño edificio, los camiones y las antenas. Había que andarse con tino y con tacones no muy altos, pero tacones al fin y vestido de falda por la prestancia que requería el cargo.
 
En cuanto el jefe de personal me vio, no se anduvo con titubeos. Se metió en mi cabina de operaciones telefónicas y me dijo algo que me ofende todavía, sobre todo porque yo no lo entendí entonces y casi me disculpaba con él por existir. Me advirtió que ahí trabajaban 200 hombres y solo 3 mujeres. Que las otras dos eran jefas y estaban casadas. Que fuera yo muy prudente con mi conducta porque la anterior recepcionista se enredó con un par de tipos de las cuadrillas que eran casados, y había causado tantos problemas que tuvieron que despedirla. 
 
Y yo ahí, todavía sacudiéndome mi trajecito rojo, y rogando que no fuera él a ver el polvo de la carretera en mis zapatos, diciéndole que cómo cree, que yo solo quiero dedicarme con esmero a mi trabajo, que tengo una niña de meses, que no se preocupe, que yo no les voy a hacer caso, que así será como usted dice señor, me daré a respetar, y así, una chorrada de perdones. 
 
Y cada mediodía y cada tarde, cuando los de las cuadrillas iban pasando por mi ventanilla en busca de sus papeles o de mensajes, yo les recibía con un carón del ancho de la puerta, ceño fruncido, lenguaje tajante, labios apretados y mirada de desprecio; dejándoles claro que yo no sería el pedazo de carne que ellos esperaban, defendiendo a muerte mi puesto de trabajo. Un trabajo muy agotador, porque era triple y quíntuple, porque una mujer que al mundo le parezca siquiera un poco guapa es sospechosa, y para pasar ilesa, no se puede dar el lujo de hablar con hombres, mucho menos de salir. Debes hacer grandes esfuerzos para que no vayan a decir que eres "zorra". Esfuerzos inútiles, hasta que te cansas, porque de todas maneras te van a destrozar sin siquiera conocerte.
 
Veinticinco años después pasé por ahí y las calles siguen rotas, y siguen los camiones y el barranco pedregoso; y el mundo sigue cazando zorras, porque son malas, aunque no les conozcas son malas y hay que prenderles fuego vivas, aunque lo único que quieran es cruzar la carretera de la muerte con sus crías.

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(c) Lilian Guevara. Cartas de una obrera.
Borradores en estado bruto y crudo.